Traidor

Kehr se había equivocado acerca de los hombres cabra. Tuvo que repeler otros dos ataques a la mañana siguiente, y tres refugiados más murieron en la carnicería. Siete cadáveres khazra decoraban el Camino de Hierro, y Aron comenzó a preocuparse por el número de cornamentas rizadas que restaban entre él y Westmarch. Los khazra intentaban emboscadas rápidas en cuanto el bárbaro se situaba demasiado por delante del grupo.

Los temores de los campesinos se intensificaron y ahora caminaban apiñados a tan solo diez pasos de su protector. Aron seguía a la pequeña caravana compuesta por veinte almas con su hacha preparada, y algunos de los hombres y mujeres más fuertes recogían armas de los cadáveres de sus perseguidores. Esa formación demostró su efectividad contra las cobardes bestias, y ese día no se reportó ningún ataque más.

Kehr ayudó a los refugiados a plantar un campamento defensivo; después, y a pesar de sus protestas, los abandonó mientras el sol se deslizaba por detrás de las cumbres occidentales. Alegó que quería inspeccionar los montes colindantes en busca de ubicaciones desde las cuales podrían recibir algún ataque el día siguiente.

Aron se daba perfecta cuenta de que Kehr estaba mintiendo. Y percibió el pavor en la cara del bárbaro.

Sin embargo, Kehr volvió poco tiempo después de que el sol se hubiese puesto por completo, lo que supuso todo un alivio para los refugiados. Aron tenía la sensación de que algo espantoso había ocurrido; el bárbaro había traído frío consigo, una gelidez palpable y más profunda que la del aire de la montaña. Era como si el sol que palidecía se hubiese apoderado de todo el calor y la vida de Kehr Odwyll y se los hubiese llevado más allá de las Kohl. El leñador se dijo a sí mismo que lo más sabio era permanecer en silencio cerca del gran hombre.

Aron le pasó una voluminosa porción de la comida que llevaban los campesinos. La viuda del alcalde, con ceño fruncido, había asignado esa parte al bárbaro mientras los hambrientos refugiados se quedaban mirando. Kehr tomó lo que se le ofrecía sin hacer pregunta alguna, y se dispuso a comer con silenciosa intensidad. Aron se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última comida del bárbaro. Y, ya que estaba, se preguntó si las bayas y los pequeños animales que cazaba la caravana en los alrededores de la carretera serían suficientes para saciar las necesidades de Kehr y al mismo tiempo permitir que los refugiados llegasen a Westmarch antes de que la inanición hiciese acto de presencia.

Aron había estado hablando con la viuda, una señora de aspecto avieso y considerable edad cuyo nombre era Seytha, cuando Kehr abandonó el campamento con la puesta de sol. Le había contado que el bárbaro no estaba intentando causarles ningún mal, sino que simplemente no estaba acostumbrado a viajar junto a cargas tan necesitadas y tan poco preparadas. A pesar de su taciturna personalidad, Kehr había demostrado su compromiso para lograr que los campesinos finalizasen su viaje. La mujer no se mostró convencida, y lo único que hizo fue mirar a Aron, quien había clavado su mirada en lo que quedaba de camino.

El leñador hizo turno de guardia esa noche junto a Daln, el porquero. Armado con una pala torcida, el anciano había demostrado ser más duro y más decidido que muchos de los más jóvenes. Daln tartamudeaba al hablar, y parecía encontrarse siempre en un estado de constante incredulidad. Tras pasar sus sesenta años de vida dentro del mismo kilómetro cuadrado de Dunsmott, para él este viaje era algo angustioso y completamente incomprensible. Aquella noche no se produjo ningún ataque, y por primera vez desde que los campesinos dejaron su hogar, no hubo signo alguno de hombres cabra. Daln preguntó, con su deje entrecortado, qué había hecho el bárbaro durante la puesta de sol para asustar a los monstruos. Preguntó si Kehr había hecho venir a algún dios de los hielos desde las Tierras del Terror para proteger a los refugiados. Aron le respondió que se mantuviese en silencio y no perdiese de vista la calzada. Uno no pregunta por las ramas de un roble caído. Solamente las recoge y da las gracias.

Dos días se convirtieron en cuatro, y después pasaron cuatro más. Los ataques fueron reduciendo su número, pero no cesaron. Aron podía divisar a sus perseguidores, generalmente un par de exploradores cerca de las cumbres a ambos lados de la carretera. De vez en cuando se les unían dos más, y, envalentonados por su número, dejaban de lado todo intento de pasar desapercibidos. A Aron eso le ponía casi tan nervioso como los ataques directos: la presencia constante de formas monstruosas cuya silueta se proyectaba contra las cumbres, el repiqueteo de las pezuñas contra la roca, el viento que llevaba tanto los repugnantes gritos de esos monstruos a todos lados como el olor a carne rancia...

El comportamiento de Kehr comenzó a ser más cordial en el momento en que el Camino de Hierro inició su lento descenso por la falda de la montaña, y Aron se dio cuenta de que el bárbaro estaba más dispuesto a entablar conversación siempre que el leñador hiciese comentarios breves... y pocas preguntas. Daba la impresión de que Kehr se encontraba a gusto hablando sobre su pueblo, y Aron fue conociendo su tribu y aquello que debían guardar: el sagrado encargo de proteger Arreat. También conoció cómo esa carga había dotado de significado al pueblo de Kehr, cómo había creado una conexión con los animales de la montaña. Había sido un pacto compartido por todas las tribus de bárbaros, la fuente de su fortaleza espiritual.

A su vez, Kehr conoció cómo el leñador había crecido en la rústica aldea de montaña de Dunsmott. A Aron y a su hermano los crió su padre, puesto que su madre falleció a causa de una enfermedad. El padre de Aron, un miliciano experimentado, desconocía casi por completo cualquier campo que no fuese el militar, por lo que había formado a sus hijos para ser soldados. Era una vida dura. Tan dura que el hermano de Aron huyó de casa en dirección a Ivgorod con el objetivo de estudiar con los monjes. Nunca más se supo de él. Su padre murió poco después, dejando en herencia una humilde cabaña en el bosque, un hacha desgastada y algo de arrepentimiento. Aron estaba agradecido porque el viejo no hubiese vivido para ver su amado Dunsmott rendido y saqueado por esas bestias pérfidas. Era una pequeña bendición, un kaelseff. Aron solía utilizar ese tipo de vocablos, provenientes de la antigua lengua. Kehr se mofó de lo que para él no era más que pura pretensión, "simple reverencia hacia palabras provenientes de una lengua muerta". Aron no se molestó por semejante afirmación. Tan solo esbozó una sonrisa.

—Las palabras tienen poder, Kehr Odwyll —dijo —. Tienen el poder de unirnos.

Kehr gruñó y se ajustó con firmeza la piel de oso alrededor del pecho.

El grupo había disfrutado de varias jornadas sin ataques, y la moral estaba por las nubes. Aún había exploradores khazra siguiéndoles la pista desde la distancia, pero todos se habían acostumbrado a su presencia y no dejaban de pensar en la halagüeña perspectiva de dejarlos atrás según se fuesen acercando a Westmarch. Kehr vaticinó que sería cuestión de uno o dos días el que la caravana abandonase las montañas. Aron rezó porque la comida fuese más abundante una vez que los refugiados llegasen a las tierras bajas. él, al igual que algunos de los hombres y mujeres más fuertes, estaba proporcionando su ración diaria al bárbaro. Las reservas estaban a punto de agotarse.

El estómago del leñador rugió cuando Kehr se detuvo y determinó que ya era suficiente por ese día. Aron, derrotado, se apoyó contra una roca situada cerca de la calzada mientras el resto se apresuraba a montar el campamento. Fue en ese momento en el que se percató de que la única gente aún con energías era la que seguía recibiendo alimentos: jóvenes, ancianos, heridos... y el bárbaro. Aron sabía que debía hablar con Kehr para intentar hacerle ver cómo se estaban racionando los alimentos. Decidió abordar el asunto esa misma noche, después de que el corpulento hombre volviese de su soledad vespertina.

Con la vista clavada en el sol que se ponía y dibujando una sombría mueca en la boca, Kehr tenía la mente en otra parte. Terminó su comida sin pronunciar palabra, y a continuación salió en su viaje nocturno hacia la luz menguante. Incluso tras todo un día de viaje, el paso del bárbaro estaba lleno de determinación, y sus largas zancadas indicaban que nadie debía seguirle.

Aron no tenía la energía suficiente para ir tras él, aunque no le faltaba voluntad. Mareado por el hambre, el grito de una mujer a sus espaldas le pilló por sorpresa.

—¡Kehr Odwyll! Si esta noche te cruzas con uno de tus khazra, tráenoslo. Algunos de nosotros estamos a punto de desfallecer por el hambre, ¡y no rechazaremos comer los peores trozos de una cabra si con eso cogemos fuerzas suficientes para terminar el viaje!

El bárbaro se detuvo. Aron se giró para ver quién había pronunciado semejantes palabras. ¿Podía ser que el hambre le hubiese hecho perder la razón? Era Seytha, quien proporcionaba a Kehr su ración cada noche procedente de las menguantes reservas de la caravana. Permanecía con las manos en la cadera, y un húmedo reflejo en sus ojos desmentía su coraje.

Kehr tenía a su espalda a los refugiados, quienes se habían quedado paralizados. Su voz retumbó por las paredes del cañón.

—¿El pueblo de Dunsmott se lamenta de contar con mi servicio?

Aron se abalanzó hacia el bárbaro con las manos abiertas.

—¡No, Kehr! No quería decir...

Pero Seytha habló de nuevo, y quedó claro que había estado rumiando sus palabras durante todo el día. —Nos morimos de hambre por tu causa, bárbaro. ¿Qué más da que muramos a manos de un hombre cabra o por inanición?

Aron escuchó murmullos enojados de asentimiento, el sonido del pueblo cansado y hambriento... Se avergonzó por lo que comenzaba a parecerse al linchamiento de su protector. El leñador se giró y les hizo frente, intentando poner freno a la marea antes de que se volviera incontrolable.

—Hoy ha sido un día duro para todos, Seytha. él debe recibir la comida porque necesita fuerza para enfrentarse a nuestros atacantes. En cuanto abandonemos estas montañas podremos cazar y...

—¡No sobreviviremos dos días más si no encontramos algo de comer! —su tono cortó el frío viento como si fuese un cuchillo. Hubo más gritos, y más voces se llenaron de rabia. Daln apuntó con su pala al bárbaro, quien ahora estaba frente a ellos.

—¿Por qué no nos trae a-algo de sus cazas no-nocturnas? —preguntó el anciano con su característico tartamudeo—. ¡Su deber es mantenernos con vida!

Aron había estado observando la reacción de Kehr ante la multitud enfurecida. Se mantuvo impertérrito, como si estuviese hecho de piedra, y tal solo una palabra consiguió alterarle: deber. Aron vio cómo sus músculos tensionaban la mandíbula y el cuello del enorme hombre, y su aliento empañaba el aire con peligrosas nubes ardientes. Kehr se giró hacia el leñador, con la voz ardiente como brasas incandescentes.

—He sido mercenario para sultanes, señores de la guerra y príncipes mercaderes a lo largo y ancho de las islas del sur. Nunca he blandido mi filo por tan poco. —Escupió en el suelo—. Vosotros ya deberíais haber muerto en esas montañas, y seguramente moriréis cuando alcancéis las tierras bajas. En Westmarch hay khazra y cosas peores. Debería haberos abandonado cuando os encontré en el Camino de Hierro. Habría sido un acto piadoso.

Desesperado, Aron extendió los brazos.

—Te lo ruego, Kehr. Disculpa sus precipitadas palabras; Están asustados y hambrientos, y no saben lo que dicen. ¡No nos abandones!

Kehr Odwyll se contuvo por un instante, y clavó los ojos en el hombre desesperado.

—Tú sobrevivirás si te apartas de ellos, Aron. Tienes las habilidades necesarias para resistir el viaje. Pero si te quedas con ellos, morirás con ellos.

En ese momento el bárbaro avanzó a zancadas hacia la luz menguante, acompañado por las lastimosas súplicas de los refugiados. Aron se giró hacia su gente y se colocó el hacha contra el hombro. Nunca la había sentido tan pesada.

El caminante

Bárbaro

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